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ATTA ATTACK MANHATTAN

Aviones sobre Manhattan

Aviones sobre Manhattan

El informe de la comisión oficial que investigó los atentados del 11-S señala un dato llamativo: “arquitectura” fue el nombre que el comando de Al Qaeda asignó al objetivo de las Torres Gemelas (“artes”, paradójicamente, el que correspondió al Pentágono). Tal elección explica la principal motivación del acto suicida: acabar con la estructura que simbolizaba el orden global del momento, la “arquitectura” del mundo. El World Trade Center se elevaba sobre las redes económicas y comerciales, las relaciones de poder y los circuitos de significados globales. Su destrucción inaugura nuevos recorridos donde la violencia terrorista, tantas veces evocada en los cómics, el cine o la literatura, impone una nueva forma de entender la ciudad.

Corre el año 1908 cuando una de las revistas ilustradas de más tirón entre el público lector del momento, el Pall Mall Magazine de Londres, publica por entregas The War in the Air, la más reciente novela de Herbert George Wells. En ella, el padre de la ciencia ficción relata un ataque masivo de aviones y dirigibles sobre las torres de Manhattan como anticipo de la nueva espacialidad y su disputa por el dominio de los cielos (dos puntualizaciones: los primeros rascacielos datan de finales del siglo XIX. Los hermanos Wright realizan su primer vuelo sostenido, controlado y propulsado mecánicamente en 1903). La metrópolis del siglo XX ya no se conquista desde la calle, ni cavando trincheras en los bulevares, ni desde los sótanos de los complotados: la ciudad contemporánea se conquista desde las alturas. La descripción de Wells del caos que reina en las calles de Manhattan tras el ataque, el primer ataque sobre una ciudad de una aviación imaginaria, resulta intercambiable por el relato que sucedió al 11-S:

“El bajo Manhattan se convirtió rápidamente en una caldera de llamas rojas de la que no se podía escapar. Coches, trenes, ferries, todo dejó de funcionar y ni una sola luz, más allá de la luz del incendio, iluminó el camino de los confusos fugitivos en ese oscuro caos. […] Por muchas generaciones N ueva York no fue consciente de la guerra, la consideraba como algo que ocurría lejos, que afectaba los precios y ocupaba los periódicos con excitantes titulares y fotografías. Los neoyorkinos sentían que la guerra era algo imposible en su propia tierra […]. Contemplaban la guerra como quien mira la historia, a través de una bruma irisada, sin olor, incluso perfumada, con toda su crueldad esencial convenientemente oculta”. (citado en Mike Davis: “The Flames of New York”. New Left Review 12, Nov-Dec 2001, 34).

Las ilustraciones de A.C. Michaels que acompañan al texto tampoco ofrecen dudas sobre el tamaño de la amenaza y las nuevas fuerzas que colisionan en la era de la tecnología. Los aviones atacan a los edificios, las fabulosas maquinarias modernas se enfrentan en un duelo ajeno a las muchedumbres que antes protagonizaban las escenas de asedio a la ciudad (los jinetes ocupantes cargando sobre la multitud en armas, las barricadas levantadas con adoquines frente a un ejército en formación). Los hombres de las ilustraciones de Michaels, apenas visibles, asisten inermes a la lucha titánica que se desarrolla sobre sus cabezas. En este teatro la única respuesta posible, como aparece en la novela de Wells,  es la huida y, tras la llegada de la calma, la entrega a la explosión colectiva de un elemental y ciego espíritu patriótico:

A un mundo pacíficamente construido sobre el armamento y la perfección de lo s explosivos llegó la guerra […]. El efecto inmediato sobre Nueva York […]  fue precisamente excitar su normal vehemencia. Se juntaron enormes multitudes […] para escuchar y jalear discursos patrióticos, y hubo una verdadera epidemia de pequeñas banderas y pins […], hombres fornidos lloraron a la vista de la bandera nacional […], creció enormemente el comercio de pequeñas armas… y fue peligroso no llevar alguna señal de apoyo a la guerra” (Davis, 35).

The War in the Air anuncia uno de los sueños autodestructivos inconfesables, que de un modo más recurrente han acompañado la historia moderna de Nueva York y, por extensión, de la ciudad contemporánea desde que se convierte en campo de batalla y objetivo de la guerra aérea (cuyo momento culminante, como señala Paul Virilio, se alcanza en los bombardeos sistemáticos de la II Guerra Mundial). Aunque inscritos dentro de esta lógica, los atentados del 11 de Septiembre componen un escenario donde los nuevos lenguajes digitales trasladan el impacto de la catástrofe real a su capacidad simbólica para generar imágenes que se extiendan sobre la red de signos global. El 11-S ejerce, en el terreno de la producción de signific ados y la creación de nuevos paradigmas geopolíticos, una fuerza expansiva inversamente proporcional al daño real causado, incomparable al de ataques aéreos anteriores, como el de Hamburgo de 1943 (con más 40.000 muertos) o el de Tokio de 1945 (que provocó unas 100.000 víctimas). De este modo, el atentado terrorista que más explícitamente pretende negar las dinámicas de la globalización adquiere su plena dimensión en la fidelidad con la que actúa, contradictoria pero inevitablemente, desde dentro de los lenguajes virtuales que pretende destruir.

Escena final de Born in Flames, de Lizzy Borden (1983).

Según cuenta Martin Amis, el escritor inglés más celebrado en la actualidad y uno de los mejores analistas del suceso, Mohammed Atta, jefe del comando suicida, barajó como uno de los objetivos prioritarios para la mañana del 11 de Septiembre una central nuclear cercana a Nueva York a la que había bautizado como “ingeniería eléctrica”. Sin embargo, el plan finalmente se descartó por carecer, en opinión de Khaled Sheikh, autor intelectual o “arquitecto principal” de la acción (como lo denomina el reporte de la comisión oficial del 11-S), del suficiente valor simbóli co. No en vano, los nombres en clave que reciben los edificios atacados se destacan, en ese nivel de lo simbólico, como las bases conceptuales sobre las que se asienta la cultura occidental, de ahí su elección para el derribo. Como explica Amis en El segundo avión (2009):

“Derecho” era el Capitolio. “Política” era la Casa Blanca. En las conversaciones con Khaled Sheikh Muhammad había habido una firme conformidad en cuanto a “arquitectura” (el World Trade Center) y “artes” (el Pentágono)” (118).

El atentado contra las Torres Gemelas materializa una de las más hiperbólicas versiones del odio a la ciudad cultivado secularmente, en este caso particular a la ciudad “occidental” como encarnación de la modernidad racionalista, economicista y deshumanizada. Con este llamado radical contra la “arquitectura” encarnada en el World Trade Center (WTC), el comando terrorista no solo sitúa la anterior aversión a la modernidad en una localización concreta, sino también al concepto nuclear de los años en que se edifican las torres (los años setenta), la “postmodernidad”, como momento que supera y maximiza algunas de las dinámicas modernas, las de un mundo crecientemente globalizado, secularizado e hipertecnológico.

A pesar del estruendo planetario que causaron, los terroristas de Al Qaeda no serían los primeros en detectar el poder simbólico de un atentado sobre las principales estructuras de Manhattan. Ya antes, diferentes grupos e  individuos, a veces el azar, desataron una violencia similar con repercusiones que ahora resonarán cercanas. Desde la invención del avión y el rascacielos hasta aquella mañana de septiembre del año 2001, desde la novela de Wells al impacto sobre la Torre Norte del avión que pilotaba Mohamed Atta se sucedieron con obstinación los augurios del atentado final. Repasemos:

- 16 de septiembre de 1920. Un carruaje lleno de dinamita hace explosión en el corazón del distrito financiero frente a la sede de J. P. Morgan, situada en la esquina de Broad con Wall Street. Causa 40 muertos y alrededor de 300 heridos. La responsabilidad nunca se esclarece, aunque apunta a grupos anarquistas que actúan en represalia por la detención de los activistas F. Sacco y B. Vanzetti.

- 28 de julio de 1945. Un B-25 del ejército norteamericano choca contra el Empire State. El accidente se salda con 14 muertos.

-15 de febrero  de 1964. Un artículo del New York Times se pregunta sobre la seguridad del proyecto de las Torres Gemelas en caso de una explosión o un  accidente aéreo sobre ellas. Richard Roth asegura probado que el daño causado por un avión que colisionara a 6oo m/h (unos 900 km/h, la velocidad del segundo avión que se estrelló sobre la Torre Sur) sólo sería local y que las personas de los diferentes lugares de la Torre estarían a salvo.

- 2 de mayo de 1968. El Committee for a Reasonable World Trade Center (“Comité para un World Trade Center razonable”) publica una página en el N. Y. Times destacando que las Torres, en plena construcción, serían tan altas que representarían una amenaza para el tráfico aéreo. Casi la totalidad de la página la ocupa una ilustración que muestra a un avión comercial a punto de estrellarse contra la Torre Norte.

-  16 de mar zo de 1970. Se registra una explosión en el área de construcción del WTC poco tiempo después de recibirse una amenaza de bomba. Resultan he ridos 6 obreros. El N. Y. Times reporta cuatro explosiones separadas que se producen media hora después del aviso de bomba, pero las tilda de “mera coincidencia”.

- 30 de  mayo de 1970. Una bomba daña severamente un trailer que se utiliza como ofic ina en el terreno donde se construyen las Torres Gemelas.

- 3 de ago sto de 1977. Se desaloja por completo el WTC debido a diversas amenaz as de bomba y explosiones en edificios cercanos. Las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), el principal grupo independentista puertorriqueño, se responsabiliza de la acción.

- 20 de f ebrero de 1981. Un Boeing 707 de Aerolíneas Argentinas con 49 pasajeros a bordo está a apunto de chocar a las 10:05 de la noche contra la Torre Norte.

- 26 de febrero de 1993. Estalla un camión bomba con más de 600 kilos de explosivo en el interior del aparcamiento de la Torre Norte. Mueren 6 personas y alrededor de 1.000 resultan heridas. El atentado se relaciona con una célula de Al Qaeda.

Pero los ejemplos de esta imaginación destructiva al servicio del derrumbe no sólo pertenecen al terreno de lo factual. En los años inmediatamente anteriores al 11-S en el cine y la literatura se recrean hechos similares a los recogidos anteriormente, desde Born in Flames (Lizzy Borden, 1983), el film en el que un comando de militantes lesbianas explosiona las Torres Gemelas como acto reivindicativo final (el rascacielos ejerce aquí de símbolo fálico contra el que atentar), al grupo de activistas que Paul Auster idea en Leviatán (1992), dedicado a dinamitar las reproducciones de la Estatua de la Libertad que se erigen por todo Estados Unidos. El colofón a esta singular tendencia lo pone Fight Club (David Fincher, 1999), la película que mejor ejemplifica el desafío consentido, la subversión pop contra el hastío que provoca el capitalismo triunfante. Por entonces se populariza un tipo de cine de gran estudio que recupera el atractivo romántico de los grupos antisistema y su violencia utópica, algo que se comprueba en producciones como Doce Monos (T. Gilliam, 1995), The Matrix (Wachowski br., 1999) o Existenz (D. Cronenberg, 1999).

Escena final de Fight Club, David Fincher (1999).

En el 11-S la ciencia ficción audiovisual inspira el acontecimiento material. Como destaca Mike Davis, el Pentágono contaba ya antes del atentado con los servicios de importantes guionistas de Hollywood, como Spike Jonze o Steven De Souza, cuyo cometido era adelantar posibles objetivos y métodos terroristas. Con ello se sientan las bases para que el suceso virtual anteceda al suceso real, algo que acontece con precisión en la última escena de Fight Club, cuando Edward Norton asiste (con los Pixies a todo volumen) al apoteósico colapso de dos torres idénticas a las Torres Gemelas. La secuencia reproduce, antes de su caída real y con una fidelidad asombrosa, la imagen que circuló dos años después por todos los noticiarios del mundo. El atentado de Al Qaeda no se puede desprender de su lógica espectacular, participa de la paradoja de que el evento real remede al de ficción.

El arquitecto y conocido teórico Luís Fernández Galiano insiste en la motivación principalmente arquitectónica de la destrucción del WTC. Además de los “alias” que reciben los objetivos otros hechos afirman su hipótesis, como que Mohamed Atta fuera arquitecto y urbanista y preparase una tesis sobre construcción tradicional musulmana en la Universidad Técnica de Hamburgo. En el acto suicida, señala Fernández Galiano, se enfrentan dos lógicas espaciales: “La pugna desigual de la cabaña y el rascacielos”, es decir, las cuevas y tolderías, el desierto y las chozas del imaginario que rodea a Al Qaeda (inhóspito, premoderno y horizontal), frente a la fuerza imponente y deshumanizada de los gigantes de cristal y acero.

Este conflicto espacial es el mismo que significativamente desató el proyecto inicial para la edificación del WTC, cuando en las manzanas de lo que hoy es la Zona 0 se extendía uno de los mercados más populares de Manhattan, el Radio Row. Organizado en torno a Cortland Street, en Radio Row se vendían, a modo de rastro, pequeños equipos electrónicos de primera y segunda mano, se reparaban transistores y se comerciaba con sus componentes. La actividad de este mercado se prolonga desde principios de los años veinte hasta mediados de los años sesenta, cuando la Autoridad de Puertos de Nueva York, propietaria del terreno, comienza los trabajos de demolición para la edificación de las Torres.

Las protestas entre los comerciantes y vecinos de Radio Row arreciaron durante los años previos a la construcción de las Torres, que se erigirían sobre las ruinas de un tipo de comercio insertado de forma espontánea y ya tradicional dentro de los usos de la ciudad del momento. La sustitución de un mercado local, minorista, callejero y dedicado a la tecnología analógica por una de las máximas realizaciones de la economía financiera y los mercados de inversión (que poco después se relacionarían estrechamente con la era digital) contiene un innegable poder simbólico como expresión de la fuerza destructiva que anima la globalización. Jean Baudrillard apunta alguna de las consecuencias de esta asociación conceptual: “La violencia de la globalización también envuelve a la arquitectura, así que la violencia contra la globalización implica la destrucción de tal arquitectura” (The Spirit of Terrorism. 2002, 45).

El pensador francés interpreta la exacta duplicidad de las Torres Gemelas como una afirmación de la identidad de lo mismo, de la ausencia de un “otro” amenazante para el sistema económico que promocionan. Fracasado el comunismo, el WTC se ofrecía como la mejor representación del fin de la historia. Las Torres Gemelas expresaban una celebración y una victoria, así como la superación del modelo del capitalismo previo. En palabras de Baudrillard:

“Todos los edificios de Manhattan han sido proyectados para confrontarse los unos a los otros en una verticalidad competitiva, y el producto de esto fue un panorama arquitectónico que refleja el sistema capitalista en sí mismo –una jungla piramidal cuya famosa imagen se desplegaba ante uno según llegaba desde el mar. Esa imagen cambió después de 1973, con los edificios del World Trade Center. La efigie del sistema no fue ya el obelisco y la pirámide, sino la tarjeta perforada de la estadística gráfica. Este grafismo arquitectural es la materialización de un sistema que ya no compite, sino que es digital y contable, y del que la competición ha desaparecido en favor de las redes y el monopolio” (43).

Estado actual de las obras de reconstrucción de la zona 0.

La desaparición de las Torres obliga a una reconstrucción capaz de restablecer, además de sus funciones básicas como centro empresarial y de transportes, el imaginario destruido. No obstante, el proyecto de levantar sobre la zona 0 un signo tan exultante como el de las Torres Gemelas se advierte, por ahora, como una aspiración demasiado optimista. El plan ha sido recibido con poco entusiasmo, cuando no por la agria polémica sobre la especulación inmobiliaria de un espacio que muchos consideran ritual. Actualmente las obras caminan con extraordinaria lentitud y no han faltado voces críticas contra el diseño de los nuevos rascacielos, cuyo puntal recibirá el nombre de “Freedom Tower” (Torre de la libertad) en un momento en que la palabra fetiche ha sufrido su particular derrumbe tras servir, consecutivamente, para denominar la operación militar en Afganistán: “Enduring Freedom” (Libertad duradera) y la de Irak: “Iraqi Freedom” (Libertad para Irak). Las dificultades en la reconstrucción, en opinión de Mike Davis, aparecen como una de las muestras más elocuentes de las dificultades por las que atraviesa el modelo económico y social que las torres simbolizaron, tanto por la crisis financiera actual como por la crisis de legitimidad que sucede a la actuación del gobierno norteamericano tras el 11-S. La cita corresponde a The War in the Air:

“Uno de los hechos históricamente más sorprendentes de esta guerra, que culmina la separación entre los métodos de la guerra y los de la democracia, fue el secretismo de Washington […].  El gobierno no se ocupó de desvelar ni uno solo de sus proyectos al público. Ni siquiera condescendió a hablar ante el congreso. Impidió y suprimió cualquier demanda de los ciudadanos. La guerra fue desarrollada por el presidente y el secretario de estado de un modo completamente autocrático”. (Davis, 35).

El atentado sobre las Torres Gemelas hace del terrorismo un poderoso agente urbanizador a la vez que cierra el orden urbano que inaugura H. G. Wells en 1908. El vacío que se abre en la Zona 0 invierte la operación “simbólica” de Al Qaeda, de manera que su golpe contra la arquitectura del mundo recorre ahora el camino inverso: del simbolismo de la acción a la materialidad de sus consecuencias. Como si se tratara de una cicatriz sobre la ciudad, el trauma fundamentalista adopta la forma de leyes especiales, demarca espacios, determina reglamentos y tránsitos e impone un nuevo concepto de seguridad que intenta prever acciones violentas a una escala desconocida. Su territorialización, ya diferente de la que anunciaba Wells, instaura una espacialidad crecientemente tecnológica, vigilante y represiva.

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